Invitado y mejor atendido por mi amigo Joaquín Sabina, heme aquí en su piso de Madrid. Antes de esculpir estas líneas, sorbo una copa de vinotinto mientras por el balcón observo y psicoanalizo a esta ciudad al mismo tiempo sagrada y obscena.
El flaco tiene disco en ciernes y anda gilipolla porque piensa que una de las canciones tiene un entrelíneas del que puede extraerse el pronunciamiento fino y definitivo que siempre ha querido hacer pero que no hallaba cómo sobre los aconteceres contemporáneos de la América Latina.
Anda cachondo con el logro, pero en última instancia, me ha hecho cruzar el atlántico para que se lo aquilate. Carajo.
Le hago mis consideraciones, resumidas en decirle que los sabinistas latinoamericanos van a captar el mensaje al voleo. Sabina –el flaco usa el apellido materno para homenajear a su madre Matilde, a la que instintivamente ha marginado siempre en sus andanzas y en sus memorias– se declara agraviado y me pide que le cite una, coño una sola, de sus canciones en la que la idea sea expedita.
Buena pregunta, porque el arte del poeta ha consistido precisamente en componer y cantar garabatos y con ellos ganarse una descomunal pero silenciosa fanaticada. En fin, para qué amargarnos la vida, vamos tío, venga ese palo de añejo para atemperar este frío que a la fecha azota a la bella Madrid.
Madrid es una ciudad con espíritu latinoamericano pero sin actitud latinoamericana. Lo tiene todo pero le falta le pulsión latinoamericanista.
Yo la conocí a mediados de 1997, igualmente impulsado por el estímulo volcánico de Sabina, a quien en diciembre de 1996 había conocido providencialmente en una taguara de Sabana Grande llamada O Gran Sol, por entonces antro de quienes buscaban dónde bailar salsa en Caracas.
Sabina había dado sendos conciertos en el Teresa Carreño y para cuando entonces su organismo se mantenía intacto de los auto atentados de la droga. Era un auténtico animal nocturno necesitado de vagar al amparo de la noche para cosechar versos urbanos enrevesados. Tiempo después, frente al pelotón de fusilamiento de la inhalación que le paralizó verticalmente medio cuerpo, se dejó de retóricas y anunció públicamente su nueva militancia en la doctrina de su amigo el Gabo, quien había dicho que no necesitaba consumarse en bares y entre putas para encontrar historias, que para eso estaba la imaginación. Y se quedó las madrugadas en casa.
A golpe de una de la madrugada estaba en la barra con los hombros derrumbados, sin ser reconocido por nadie. Lógico, estaba fuera de ambiente, con todo y que el género salsa es una de sus grandes pasiones, pasión que sería medianamente mitigada años después en la canción Con un par, una joya de un género que él mismo denominó intento de salsa.
No habían transcurridos muchos años desde que Pedro Heredia Fuguett me había dicho que todas las canciones de Sabina eran autobiográficas, y que por tanto uno de los protagonistas de Pacto entre caballeros era el mismísimo Sabina. Al reconocerlo, le toqué el hombro y sin dejarme preguntar me abrió una silleta para que me sentara a conversar con él. Hizo un gesto de fastidio cuando se le consulté si era verídica la historia de Pacto entre caballeros. Me dijo que sí, y que también era auténtica La del pirata cojo.
Yo andaba con Edgardo Lanz (con quien he militado todos estos años en la escuela de pelabolismo), quien ahora desarrolla brillante carrera como profesor del Sistema de Orquestas; con Javier Blanco, quien de tanto fracasar en su intento por estudiar periodismo en la UCV después se inscribió en letras de la UCAB y más nunca volví a saber de él; y con Érika Portocarrera, un hembrón que acababa de empezar biología en la UCV procedente de Puerto Cabello, donde aprendió a bailar salsa de una manera tan sensual que en esas noches de turbulencia, más de una incitación a la violación provocó. Yo me llevé la mesa de nosotros al Sabina, cuyos ojos se pusieron brillosos al topar con el monumento de mujer.
Sabina comenzaba la noche y todavía no despegaba en su locuacidad. Reía y reía consecuencia de los porros que consumió antes de salir del hotel. Sacando ventaja de que Edgardo, Javier y yo no bailamos ni la pepa de los ojos, un zamuro sacó a bailar a Érika con uno de esos temas cabilla, pero cabilla tripa e pollo, pues si bien suenan las trompetas, la pieza se baila en un cuadrito. Es más que todo una insinuación prolongada. Se trata de puro contoneo.
Termina la pieza y el poeta quiso agarrar mango bajito y tomó a Érika y la llevó al centro de la pista, y entonces es emboscado por la banda La Sigilosa que se monta sobre los cueros para hacer sonar una mierda ya no acompasada, sino de movimientos acrobáticos, una cabilla del tamaño de una catedral. Sabina parecía un espantapájaros con sombrero incluido, sin poder asirme a aquel cuerpazo que se desplazaba como un trompo. Risa y risa. Cuando volvió a la mesa ya estaba totalmente desinhibido pretendiendo que Érika se rindiera ante su encanto y sus ocurrencias.
A las cuatro de la mañana Érika se ladilló del babeo y se fue en un taxi aprovechando una visita de Sabina al baño.
El flaco quedó deshecho de tan birriondo que lo había dejado el cuerpecito de Érika. “No se preocupe, hermanazo, esa mujer vive donde nosotros”. Revivió. Y empezó con llévame, llévale, llévame.
Tuve que confesarle que Edgardo, Javier, Érika y este servidor vivíamos amorochados en una residencia estudiantil en la calle Minerva de Las Acacias (detrás de la UCV por la entrada de la escuela de educación). Y que había divisiones para mujeres y hombres… y que en la noche cerraban la puerta a las doce y la abrían a las seis y que por eso los panas la mentaban el monasterio (¡Ay, papá, ya se van los cenicientos!).
A nada de esto sucumbió el flaco. A golpe de cinco de mañana estábamos en un taxi a la búsqueda de Érika. Ayudándonos entre todos trepamos un paredón e ingresamos hacia el fondo de una terraza del monasterio desde la cual se veía el sector femenino. Sabina trató de tararear una letra a favor de Érika. Y así estuvo una media hora, hasta las muchachas empezaron a levantarse y a gritarle: coño, viejo borracho, deja de gritar que Érika no está. No estaba, no había cogido hacia su casa la muy vagabunda.
Entonces a Sabina le entró un sueño irremediable y pidió una cama. No había cama. En el cuartucho que compartíamos Edgardo yo había un desvenjencido jergón sobre el que se derribó hasta las 2 de la tarde, cuando volvió a la vida. Mientras él estuvo durmiendo a pierna suelta toda la mañana, a eso de las diez me desperté y me puse a leer una novela de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada).
Se levantó, se echó un poco de agua en la cara y me dijo que lo acompañara al hotel. Llegamos y los integrantes de su equipo estaban como bestias heridas sin poder exteriorizar la angustia por la desaparición del flaco.
En ese hotel me quedé dos noches en las que no hice sino conversar y tomar caña con el flaco, quien sólo me dejaba salir para que regresara con Érika. La coña sólo se apareció cuando el poeta estaba casi al salir para el aeropuerto. Se presentó apenada porque al rompe no había sabido reconocer al cantante, a quien acompañó en la bajada a La Guaira.
Algunos meses después Érika y yo estábamos rumbo a Madrid a casa de Sabina. Creo que nunca prosperó nada, porque cuando Érika pisó tierras españolas, llevaba un muchacho de tres meses en la barriga, aunque no lo sabía. Lo supo por la descompensación que le produjo el vuelo. Y se lo dijo a Sabina apenas al verlo: “Estoy preñada”, le grito más contenta que el coño.
Pasamos una semana jodiendo y de pea en pea y Érika haciendo acompañamiento adicional con las rayas. Tiempo suficiente, en todo caso, para que la semilla de la amistad quedara sembrada por siempre. Por ella estoy hoy en Madrid.
También lo estoy, es lo de menos, porque el Joaquín anda atribulado debido a que el lunes pasado arribó a sus 60 años (cumplió 40 y 20, como suele decir). A mi solo recordatorio de que ya es un sexagenario, el juglar se retuerza del espanto que esta palabra le produce. Le genera un escalofrío el cual supera y dice: me siento como si hubiera alcanzado la mayoría de edad, y se caga de la risa. En buena hora.
El flaco tiene disco en ciernes y anda gilipolla porque piensa que una de las canciones tiene un entrelíneas del que puede extraerse el pronunciamiento fino y definitivo que siempre ha querido hacer pero que no hallaba cómo sobre los aconteceres contemporáneos de la América Latina.
Anda cachondo con el logro, pero en última instancia, me ha hecho cruzar el atlántico para que se lo aquilate. Carajo.
Le hago mis consideraciones, resumidas en decirle que los sabinistas latinoamericanos van a captar el mensaje al voleo. Sabina –el flaco usa el apellido materno para homenajear a su madre Matilde, a la que instintivamente ha marginado siempre en sus andanzas y en sus memorias– se declara agraviado y me pide que le cite una, coño una sola, de sus canciones en la que la idea sea expedita.
Buena pregunta, porque el arte del poeta ha consistido precisamente en componer y cantar garabatos y con ellos ganarse una descomunal pero silenciosa fanaticada. En fin, para qué amargarnos la vida, vamos tío, venga ese palo de añejo para atemperar este frío que a la fecha azota a la bella Madrid.
Madrid es una ciudad con espíritu latinoamericano pero sin actitud latinoamericana. Lo tiene todo pero le falta le pulsión latinoamericanista.
Yo la conocí a mediados de 1997, igualmente impulsado por el estímulo volcánico de Sabina, a quien en diciembre de 1996 había conocido providencialmente en una taguara de Sabana Grande llamada O Gran Sol, por entonces antro de quienes buscaban dónde bailar salsa en Caracas.
Sabina había dado sendos conciertos en el Teresa Carreño y para cuando entonces su organismo se mantenía intacto de los auto atentados de la droga. Era un auténtico animal nocturno necesitado de vagar al amparo de la noche para cosechar versos urbanos enrevesados. Tiempo después, frente al pelotón de fusilamiento de la inhalación que le paralizó verticalmente medio cuerpo, se dejó de retóricas y anunció públicamente su nueva militancia en la doctrina de su amigo el Gabo, quien había dicho que no necesitaba consumarse en bares y entre putas para encontrar historias, que para eso estaba la imaginación. Y se quedó las madrugadas en casa.
A golpe de una de la madrugada estaba en la barra con los hombros derrumbados, sin ser reconocido por nadie. Lógico, estaba fuera de ambiente, con todo y que el género salsa es una de sus grandes pasiones, pasión que sería medianamente mitigada años después en la canción Con un par, una joya de un género que él mismo denominó intento de salsa.
No habían transcurridos muchos años desde que Pedro Heredia Fuguett me había dicho que todas las canciones de Sabina eran autobiográficas, y que por tanto uno de los protagonistas de Pacto entre caballeros era el mismísimo Sabina. Al reconocerlo, le toqué el hombro y sin dejarme preguntar me abrió una silleta para que me sentara a conversar con él. Hizo un gesto de fastidio cuando se le consulté si era verídica la historia de Pacto entre caballeros. Me dijo que sí, y que también era auténtica La del pirata cojo.
Yo andaba con Edgardo Lanz (con quien he militado todos estos años en la escuela de pelabolismo), quien ahora desarrolla brillante carrera como profesor del Sistema de Orquestas; con Javier Blanco, quien de tanto fracasar en su intento por estudiar periodismo en la UCV después se inscribió en letras de la UCAB y más nunca volví a saber de él; y con Érika Portocarrera, un hembrón que acababa de empezar biología en la UCV procedente de Puerto Cabello, donde aprendió a bailar salsa de una manera tan sensual que en esas noches de turbulencia, más de una incitación a la violación provocó. Yo me llevé la mesa de nosotros al Sabina, cuyos ojos se pusieron brillosos al topar con el monumento de mujer.
Sabina comenzaba la noche y todavía no despegaba en su locuacidad. Reía y reía consecuencia de los porros que consumió antes de salir del hotel. Sacando ventaja de que Edgardo, Javier y yo no bailamos ni la pepa de los ojos, un zamuro sacó a bailar a Érika con uno de esos temas cabilla, pero cabilla tripa e pollo, pues si bien suenan las trompetas, la pieza se baila en un cuadrito. Es más que todo una insinuación prolongada. Se trata de puro contoneo.
Termina la pieza y el poeta quiso agarrar mango bajito y tomó a Érika y la llevó al centro de la pista, y entonces es emboscado por la banda La Sigilosa que se monta sobre los cueros para hacer sonar una mierda ya no acompasada, sino de movimientos acrobáticos, una cabilla del tamaño de una catedral. Sabina parecía un espantapájaros con sombrero incluido, sin poder asirme a aquel cuerpazo que se desplazaba como un trompo. Risa y risa. Cuando volvió a la mesa ya estaba totalmente desinhibido pretendiendo que Érika se rindiera ante su encanto y sus ocurrencias.
A las cuatro de la mañana Érika se ladilló del babeo y se fue en un taxi aprovechando una visita de Sabina al baño.
El flaco quedó deshecho de tan birriondo que lo había dejado el cuerpecito de Érika. “No se preocupe, hermanazo, esa mujer vive donde nosotros”. Revivió. Y empezó con llévame, llévale, llévame.
Tuve que confesarle que Edgardo, Javier, Érika y este servidor vivíamos amorochados en una residencia estudiantil en la calle Minerva de Las Acacias (detrás de la UCV por la entrada de la escuela de educación). Y que había divisiones para mujeres y hombres… y que en la noche cerraban la puerta a las doce y la abrían a las seis y que por eso los panas la mentaban el monasterio (¡Ay, papá, ya se van los cenicientos!).
A nada de esto sucumbió el flaco. A golpe de cinco de mañana estábamos en un taxi a la búsqueda de Érika. Ayudándonos entre todos trepamos un paredón e ingresamos hacia el fondo de una terraza del monasterio desde la cual se veía el sector femenino. Sabina trató de tararear una letra a favor de Érika. Y así estuvo una media hora, hasta las muchachas empezaron a levantarse y a gritarle: coño, viejo borracho, deja de gritar que Érika no está. No estaba, no había cogido hacia su casa la muy vagabunda.
Entonces a Sabina le entró un sueño irremediable y pidió una cama. No había cama. En el cuartucho que compartíamos Edgardo yo había un desvenjencido jergón sobre el que se derribó hasta las 2 de la tarde, cuando volvió a la vida. Mientras él estuvo durmiendo a pierna suelta toda la mañana, a eso de las diez me desperté y me puse a leer una novela de Eduardo Mendoza (El misterio de la cripta embrujada).
Se levantó, se echó un poco de agua en la cara y me dijo que lo acompañara al hotel. Llegamos y los integrantes de su equipo estaban como bestias heridas sin poder exteriorizar la angustia por la desaparición del flaco.
En ese hotel me quedé dos noches en las que no hice sino conversar y tomar caña con el flaco, quien sólo me dejaba salir para que regresara con Érika. La coña sólo se apareció cuando el poeta estaba casi al salir para el aeropuerto. Se presentó apenada porque al rompe no había sabido reconocer al cantante, a quien acompañó en la bajada a La Guaira.
Algunos meses después Érika y yo estábamos rumbo a Madrid a casa de Sabina. Creo que nunca prosperó nada, porque cuando Érika pisó tierras españolas, llevaba un muchacho de tres meses en la barriga, aunque no lo sabía. Lo supo por la descompensación que le produjo el vuelo. Y se lo dijo a Sabina apenas al verlo: “Estoy preñada”, le grito más contenta que el coño.
Pasamos una semana jodiendo y de pea en pea y Érika haciendo acompañamiento adicional con las rayas. Tiempo suficiente, en todo caso, para que la semilla de la amistad quedara sembrada por siempre. Por ella estoy hoy en Madrid.
También lo estoy, es lo de menos, porque el Joaquín anda atribulado debido a que el lunes pasado arribó a sus 60 años (cumplió 40 y 20, como suele decir). A mi solo recordatorio de que ya es un sexagenario, el juglar se retuerza del espanto que esta palabra le produce. Le genera un escalofrío el cual supera y dice: me siento como si hubiera alcanzado la mayoría de edad, y se caga de la risa. En buena hora.
-- Douglas Bravo--
subcomandantebolivar.blogspot.com
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